Trascendencia.
El incidir en la vida y el actuar de alguien, depositar algo de ti, generar un
cambio. Estamos aquí, dedicándonos a existir sin percatarnos de lo que hacemos
con el tiempo que se nos ha otorgado. Sin darle la debida relevancia a nuestra
condición de mortales. Sin prestar mayor atención a las relaciones que
establecemos; vivimos así, como por automático, dedicándonos a nosotros mismos,
a ejecutar lo que llamamos nuestra vida. Pero, ¿Y esa vida compartida que
construimos en conjunto con lo que el entorno nos dotó?
Me
gusta creer que todo lo que vivimos, sentimos, decimos y hasta la manera en que
nos relacionamos tiene un cierto nivel de permanencia. Los recuerdos se
diluyen, los sentimientos poco a poco cambian hasta disiparse, pierden su intensidad
y pasan a ser una vaga memoria, una serie de acontecimientos que con un cierto
orden nos han traído aquí. El sentir se apaga, permanece la mancha de la cera
que ha quemado el mantel, pero éste olvida lo que es vivir en llamas; el calor
ya no le significa nada.
A mi
no se me olvidan las cosas, me jacto de tener una muy buena memora para todos
esos detalles, a simple vista inútiles, pero que componen una escena. Nunca se
me olvida una fecha, qué día pasó tal o cual cosa, qué traía puesto, qué pedí
de tomar, los temas de los que hablé, los chistes malos, comentarios
incómodos, las sonrisas cómplices de tantas noches que hubiera querido duraran
por siempre.
Lo
que sí huye con el tiempo es el sentir. Primero muy despacio, volteando hacia
atrás en cada esquina para cerciorarse de si le siguen o no y luego apretando
el paso, más y más rápido hasta que le pierdes la pista. Se ha ido y deja tras
de sí tan sólo un vestigio de lo grande que un día fue y de qué tan lejos pudo
haber llegado de quedarse un instante más.
Pero
no, se fue. El sentir de un recuerdo, lo que todos los detalles en ti
provocaron, la reacción, lo que en ti cambió. El pulso acelerado, las piernas
que no paraban de temblar, el nerviosismo catalogado por esa tan barata
metáfora de las mariposas en el estómago, las uñas enterradas en la palma de la
mano, las mejillas adoloridas de tanto sonreír, la ilusión, el idealismo
disfrazado de realidad. El creerte invencible, capaz de todo, sin límites. El
ver todas esas posibilidades un día tan lejanas y hoy aquí frente a ti, al
alcance de un estirar del brazo derecho. El miedo. La ansiedad al saberte
vulnerable, el morirte de ganas de aventarte al vacío sin paracaídas teniendo
absoluta certeza de que a pesar de no tener alas, tú vuelas.
Eso
se esfuma.
Puedes
volver a sentir, volver a reír igual o más que antes pero no con el mismo tono.
Puedes volver a albergar toda esa adrenalina dentro de tu ser; pero es
distinto, algo en ti ha cambiado, no eres la misma, ya sentiste una vez y no
hay repetición. Todo cambia, es la dicha más grande de estar vivo, todo pasa,
con el tiempo nos creamos a nosotros mismos. Nunca volvemos a ser lo que un día
fuimos y esto conlleva que tampoco seamos capaces de sentir como ese día
sentimos.
Trascender.
Perpetuar en alguien más, generar un cambio a partir del choque entre dos seres
aislados que como un todo, por breve o duradero que haya sido forzosamente
tiene consecuencias.
Me
duele la intrascendencia, el saberme volátil. Asumir que el sentir de una época
no durará por siempre me desquicia. Mi ego quisiera tatuarse por siempre,
volverse eterno; pero es en la fugacidad en donde depositamos nuestra esencia,
lo que nos hace ser y actuar como somos. En un par de años me leeré a mí misma
y quizá recuerde lo que me hizo pensar así, los hechos. Seguramente seguiré
teniendo frescas las fechas y los datos, podré comprender estas letras; sin
embargo no se imprime en el papel el sentimiento, lo que mi alma grita, lo que
me aterra y no permito pronunciar, eso se queda en el hoy.
Y es
que si cargáramos con nuestros sentimientos vivir sería imposible. Es necesario
borrar el dolor para atrevernos nuevamente a eso que nos llevó a experimentarlo
en un principio. No se olvida, se bloquea para restarle la importancia y
situarnos nuevamente en el borde del acantilado y estar dispuestos a dar el
salto.
Un día
lo haré, sé que valdrá la pena. Quizá sea impulsada por todas las razones
correctas, quizá por miedo a quedarme sin tiempo y nunca hacerlo, quizá por
impulso o quizá un día, sin decidirlo, sin control ni voluntad simplemente
caiga. ¿Y la caída? ¿el vuelo? Serán lo de menos, resultados únicamente. Aquí lo
primordial es ese pequeño salto que pudiera o no llevar a la grandeza.
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