Ventajoso que resulta el poder rebobinar el pasado aunque sea por
un instante, al observar el incandescente reflejo de una estrella que desde
años atrás susurra al oído de aquél astronauta lo maravilloso que es poder, a
través de esas gafas, observar lo que fue y quedó encriptado, oculto tras una
gruesa capa de olvido. Como el denso polvo que cubre el trofeo en forma de
raqueta, ése que ganó de manera fortuita un pequeño niño de mirada burbujeante
que solía saltar en un solo pie por cuadras enteras en la noche, cuando nadie
le oía salir por la puerta de la cocina de su casa, sin importarle haber caído
mil veces al punto de lastimar cada centímetro de su cuerpo por no poseer esa
capacidad que muchos pasamos por alto, el poder ver, más allá de nuestros
significados, simplemente verse las propias manos. ¿Ver una estrella? Un deseo
que solo puede cumplirse mediante el recursivo acto de presionar fuertemente
las palmas de las manos en los párpados cerrados.
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