Se
me acaban los veintidós, el año que no quería cumplir por miedo a crecer. El
año en el que sí, crecí a pesar de mis esfuerzos por mantenerme adolescente. El
veintidós que me enseñó a desprenderme de todo. Desde hace casi un año mi edad
se resume a esos dos dígitos repetidos. El año de mi soltería, de aprender a
vivirla muy a fuerzas, pero vaya que aprendí. El año en que me fui a vivir
sola, el año en que no pedí permisos ni di explicaciones y sin embargo me
descubrí más responsable que nunca. El año en que aprendí lo que es partirse la
madre por una meta. El año de mis tres PAP’s. Veintidós años que se resumen a
doce meses de vivir sin un patrón. Fue también el año en que entré y salí de
varias crisis, el año en que me di cuenta que crecer y madurar no son una
opción sino un paso que nunca piensas pero de pronto ya adoptaste. El año de mi
pelo naranja, arete en la lengua, tatuaje en el pie. Pintar acuarela, adoptar
un gato, ver Dexter y empezar a correr. ¿Se me acaban los veintidós y qué
empieza? Muchos me dicen: –la vida real. La vida empezó hace casi veintitrés.
Veintidós años, nueve meses y dieciséis días tenía yo el día que me disfracé de
toga y birrete para concluir lo que hasta el momento había sido lo más
importante. Sigo siendo esa “niña” que se quiere comer el mundo en una sentada
sin que luego la gastritis se lo reclame. Sigo siendo idealista, soñadora,
crédula y a veces “de la vista gorda” cuando no me gusta la realidad que se me
presenta justo en frente con las palabras más claras. Sigo siendo organizada
con el 98 % de lo que puedo controlar en mi existir; y sí, el otro 2 % todavía
me quita el sueño. Sigo creyendo que una conversación inteligente vale más que
cien docenas de rosas rojas (que ni me gustan tanto) y que los ojos más bonitos
son los que se iluminan cuando capto su atención. Sí, también sigo siendo
ególatra, vanidosa y arrogante cuando sé que debo serlo.
A los veintidós años
casi completitos todavía se me pasa la sal en el arroz y me como el betún de
chocolate con los dedos; puedo pasar días seguidos en pijama sin salir de mi
cama y jamás lavo mi coche. Pero también me he vuelto adicta al café, gozo la
rutina y desespero por comenzar a trabajar; puedo presumir que sé manejarme
perfecto en una entrevista de trabajo y que aprendí a ser puntual, que después
de una noche de fiesta tomo agua antes de dormir para no morir de una cruda,
que me he vuelto una experta horneando un cierto pastel de chocolate y que ya
me gustan los champiñones.
Durante
mis veintidós lloré más de lo necesario pero también aprendí a reírme de mí
misma. Descubrí el poder de una línea negra sobre los párpados y aprendí a
aceptar que mis caderas nunca volverán a ser la talla de antes. A los veintidós
me ahogué en deudas y es a lo largo de mis veintitrés que pretendo salir de
ellas. Insisto, soy la misma en esencia, recuperé la esencia. A los veintidós
decidí que creo en el amor, no por haberlo tenido sino por creer haberlo
comprendido. Fue el año en que me batearon, me volvieron a batear y qué creen…
sí, una vez más. Y aún duele. A los veintidós vi a The Killers, fui al teatro,
a ver a la Filarmónica de Jalisco, al Cineforo, por chelas a Chapultepec y a
ver perder al Atlas. A los veintidós participé en un cortometraje y en una obra
de teatro, encontré amistades, retomé amistades y las considero lo mejor de ese
año. A los veintidós tomé la decisión de no dejarme diluir por el entorno, las
personas del entorno, las presiones del entorno o el deseo de ser como todos
los del entorno. Fue el año de la reestructuración, de llorar en clase de
teatro, de morirme de miedo ante la incertidumbre, de dejar de trabajar, de no
dormir por verte, de aventar mi celular al piso porque no me hablaste, de tomar
fotos, muchas, muchas fotos. De conocer gente, trabajar con gente, de ser la
voz de tanta, tanta gente. Veintidós años tenía yo el día que me sentí
indispensable. Pero también el día que me di cuenta que puedo no valer mi peso
en oro pero sí en ideas, en actitudes, en acciones y ese modo que tengo de
moverme por el mundo sin dificultad.
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