Fifi estaba harta. Día y noche se preguntaba a sí misma por qué es
que le había tocado la mala suerte de haber nacido siendo una horrible y sucia
cucaracha. Ella, tan lista, educada y elegante no sentía pertenecer a esa
carcaza. Cada noche antes de dormir imaginaba su vida como una persona, deseaba
con toda su alma convertirse en humana, demostrarle al mundo de todo lo que era
capaz. A ella le gusta el diseño, esa esquinita debajo del refrigerador era su
pequeño hogar, que poco a poco había ido decorando con tesoros recolectados de
toda la casa. Retazos de los vestidos de muñecas de las niñas cumplían la
función de cortinas, unas perlas adornaban el techo y todas las mañanas salía
al jardín a recolectar flores amarillas para alegrar su pequeña morada. ¡Pero
qué cosa tan más absurda! Una cucaracha diseñadora, bah. Se convencía a sí
misma de que eran tan solo sueños, ideas que nunca llegarían a realizarse. Y
así vivía su vida, no como una cucaracha, de hecho le repugnaban todas las acciones características
de su especie. Le daba asco la basura y nunca comió nada proveniente del suelo
pues estaba convencida que las bacterias le hacían daño a su estómago. Contrario
a lo que uno podría suponer, Fifi se bañaba a diario y no salía a pasear sin
antes perfurmarse y colocar un coqueto moño en su cabeza. Dedicaba sus tardes a
escabullirse en la alcoba de las niñas para husmear en sus libros del colegio,
siempre quiso ir con ellas; un día casi lo logra al esconderse en la mochila
pero al momento de salir de la casa para subir al coche ésta cayó al piso
dejando a Fifi desamparada y tratando de huir de enormes suelas de zapatos que
amenazaban con pisarla. Total que nunca llegó a asistir a una clase así que
tuvo que limitarse con los garabatos en los cuadernos de las niñas. Así fue que
conoció el mundo, sabe de las civilizaciones antiguas, de ciencia y de números.
Le apasiona la historia, sobre todo el arte. Ella se ve a sí misma como una
artista frustrada, con tanto qué decir pero sin los medios para hacerlo.
Sueños, tan sólo eso tiene esta pequeña cucaracha, sueños y según
su única amiga, delirios de grandeza. Su nombre es Ruth, otra cucaracha que
vive cerca de Fifi; pero a diferencia de ella, Ruth no aspira ser nada más que
lo que es. Asume su identidad de insecto y está conforme con ello. Todo el
tiempo le dice a Fifi que no sueñe, que mejor viva su realidad.
–“Eres una cucaracha niña,
el día que te des cuenta serás feliz”
Pero Fifi no piensa limitarse a ser una simple cucaracha, un bicho
que todos repelen y que es considerada plaga doméstica, ella vino para ser algo
más y lo va a conseguir.
Una mañana despierta con un extraordinario buen humor, parece que
será un día distinto. Fifi limpia su pequeño hogar minuciosamente y bailando al
ritmo del gorgoteo de la cafetera; elige un vestido muy lindo, morado y de
puntos rosas.
–“No sé por qué, pero siento que hoy tengo que estar preparada,
algo pasará”. Se dice la dulce cucarachita al tiempo que elige entre un moño
rosa o blanco para adornar su cabeza.
Sale con cautela de debajo del refrigerador, huye lo más pronto
posible de la cocina ya que sabe que es un sitio prohibido para ella, ya una
vez la vieron y al poco rato unos hombres grandes ya habían invadido todo el
espacio y lo rociaron de un líquido que hizo que Fifi perdiera el equilibrio y
azotara contra el frío charco debajo del fregadero, refugiándose ahí hasta que
Ruth la rescató y la llevó con ella. Una semana entera pasó en casa de su
amiga, bueno, si es que a ese cuchitril se le puede llamar casa. Desde ese día
Fifi huye lo más pronto que puede de la cocina temprano por la mañana y no
vuelve hasta entrada la noche cuando las niñas han terminado de cenar y se
apaga la luz del comedor.
Ese día no fue la excepción, tan pronto como terminó de
arreglarse, Fifi salió al jardín a tomar su habitual baño de sol de las
mañanas. Pero este día no habría de tener nada de habitual. Poco después de
haberse instalado en la cima de una roca, nuestra amiga se topa con la
presencia de un ser extraño. Parecía no ser de ahí, y sin embargo caminaba por
el jardín con completa naturalidad. El extraño se acercó a la pequeña Fifi y le
pregunta:
–Señorita, ¿Sabría usted dónde puedo encontrar la verdad?
Desconcertada, la cucaracha le dice que no entiende a qué se
refiere. Era un insecto extraño, nada
como lo que ella había conocido o visto en los libros de biología que a veces
quedaban a su alcance. Era muy alto y flaco, sus patas eran rectas y delgadas
como alfileres, de un color verde brillante el forastero llegaba a confundirse
con el pasto crecido del jardín. Pero lo que más le llamaba la atención a Fifi
eran un sombrero negro y redondo que el individuo llevaba en la cabeza justo en
medio de sus antenas y unos anteojos redondos que hacían ver unos ojos enormes
y saltones, como los del sapo que vive en el pantano.
–¡Qué extraño! Pensó Fifi. Los insectos no utilizan vestimenta,
creía ser la única. Debo presentárselo a Ruth, que vea que la rara no soy yo.
El insecto se quitó el sombrero en señal de reverencia y pidió una
disculpa por su falta de cortesía ante la dama, explicando que viene de paso y
que tiene algo de prisa.
–Mi nombre es Sir Wallace y he venido como parte de un
reclutamiento de mentes brillantes, pero primero necesito que me digan la
verdad, es la única prueba que hay que pasar.
Fifí, consternada ante la única oportunidad en su corta vida de
poder comprobar su condición de ser más que una cucaracha se detuvo a pensar un
momento. No quería arriesgarse a dar una respuesta equívoca.
Al cabo de unos minutos un impaciente Sir Wallace interrumpe el
carrusel de ideas en la mente de la pobre cucaracha que con desesperación
intentaba resolver el acertijo de la mejor manera posible para decirle,
–Señorita se nos ha acabo el tiempo y debo marcharme.
Fifí rompe en llanto confesando que aún no llega a la verdad, por
primera vez en su vida se le cierran las paredes, su mente no le permite ver
algo más allá que su condición de insecto. Y es que a final de cuentas eso es,
un repugnante y sucio insecto con delirios de grandeza. Cualquier intento de
querer ser otra cosa no es algo más que una patética manera de evadir la
realidad.
Desilucionada, Fifí le dice al forastero:
–Sir Wallace no existe la verdad. Toda mi vida creí ser distinta,
quise serlo, quise creerlo pero no es así. No hay una verdad puesto que siempre
la modificamos según lo que nuestra alma desee atribuirle.
Extendiendo los brazos y con una sonrisa digna de quien se ha
ganado el premio gordo de la lotería, pues no es para menos el caso, Sir
Wallace se dirige a una Fifí envuelta en lágrimas y se quita nuevamente el
sombrero en señal de reverencia. No dice nada, simplemente se acerca lentamente
y le toma de una de las patitas cubierta con un fino guante blanco.
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