sábado, 8 de marzo de 2014

Tener veintidós

Se me acaban los veintidós, el año que no quería cumplir por miedo a crecer. El año en el que sí, crecí a pesar de mis esfuerzos por mantenerme adolescente. El veintidós que me enseñó a desprenderme de todo. Desde hace casi un año mi edad se resume a esos dos dígitos repetidos. El año de mi soltería, de aprender a vivirla muy a fuerzas, pero vaya que aprendí. El año en que me fui a vivir sola, el año en que no pedí permisos ni di explicaciones y sin embargo me descubrí más responsable que nunca. El año en que aprendí lo que es partirse la madre por una meta. El año de mis tres PAP’s. Veintidós años que se resumen a doce meses de vivir sin un patrón. Fue también el año en que entré y salí de varias crisis, el año en que me di cuenta que crecer y madurar no son una opción sino un paso que nunca piensas pero de pronto ya adoptaste. El año de mi pelo naranja, arete en la lengua, tatuaje en el pie. Pintar acuarela, adoptar un gato, ver Dexter y empezar a correr. ¿Se me acaban los veintidós y qué empieza? Muchos me dicen: ­–la vida real. La vida empezó hace casi veintitrés. Veintidós años, nueve meses y dieciséis días tenía yo el día que me disfracé de toga y birrete para concluir lo que hasta el momento había sido lo más importante. Sigo siendo esa “niña” que se quiere comer el mundo en una sentada sin que luego la gastritis se lo reclame. Sigo siendo idealista, soñadora, crédula y a veces “de la vista gorda” cuando no me gusta la realidad que se me presenta justo en frente con las palabras más claras. Sigo siendo organizada con el 98 % de lo que puedo controlar en mi existir; y sí, el otro 2 % todavía me quita el sueño. Sigo creyendo que una conversación inteligente vale más que cien docenas de rosas rojas (que ni me gustan tanto) y que los ojos más bonitos son los que se iluminan cuando capto su atención. Sí, también sigo siendo ególatra, vanidosa y arrogante cuando sé que debo serlo. 

A los veintidós años casi completitos todavía se me pasa la sal en el arroz y me como el betún de chocolate con los dedos; puedo pasar días seguidos en pijama sin salir de mi cama y jamás lavo mi coche. Pero también me he vuelto adicta al café, gozo la rutina y desespero por comenzar a trabajar; puedo presumir que sé manejarme perfecto en una entrevista de trabajo y que aprendí a ser puntual, que después de una noche de fiesta tomo agua antes de dormir para no morir de una cruda, que me he vuelto una experta horneando un cierto pastel de chocolate y que ya me gustan los champiñones.


Durante mis veintidós lloré más de lo necesario pero también aprendí a reírme de mí misma. Descubrí el poder de una línea negra sobre los párpados y aprendí a aceptar que mis caderas nunca volverán a ser la talla de antes. A los veintidós me ahogué en deudas y es a lo largo de mis veintitrés que pretendo salir de ellas. Insisto, soy la misma en esencia, recuperé la esencia. A los veintidós decidí que creo en el amor, no por haberlo tenido sino por creer haberlo comprendido. Fue el año en que me batearon, me volvieron a batear y qué creen… sí, una vez más. Y aún duele. A los veintidós vi a The Killers, fui al teatro, a ver a la Filarmónica de Jalisco, al Cineforo, por chelas a Chapultepec y a ver perder al Atlas. A los veintidós participé en un cortometraje y en una obra de teatro, encontré amistades, retomé amistades y las considero lo mejor de ese año. A los veintidós tomé la decisión de no dejarme diluir por el entorno, las personas del entorno, las presiones del entorno o el deseo de ser como todos los del entorno. Fue el año de la reestructuración, de llorar en clase de teatro, de morirme de miedo ante la incertidumbre, de dejar de trabajar, de no dormir por verte, de aventar mi celular al piso porque no me hablaste, de tomar fotos, muchas, muchas fotos. De conocer gente, trabajar con gente, de ser la voz de tanta, tanta gente. Veintidós años tenía yo el día que me sentí indispensable. Pero también el día que me di cuenta que puedo no valer mi peso en oro pero sí en ideas, en actitudes, en acciones y ese modo que tengo de moverme por el mundo sin dificultad.

lunes, 3 de marzo de 2014

Sombra


Como la luz que se cuela debajo de la puerta e indica la existencia de algo más allá de la oscuridad, que aunque cómoda, limitante.


¿Cuántas veces nos hemos encontrado en una situación desfavorable ante la resistencia a salir de ella? Saber que se está mal, no en cuanto a parámetros externos sino en cuanto a los propios, y de alguna manera disfrutar de la deliciosa miseria que te acobija y encierra en un universo diminuto de posibilidades que se ven limitadas por tu propio deseo de permanecer ahí.

Genuinamente disfrutar de lo que comprendes que te hace daño, querer el daño, amar el daño, buscar el daño a costa de que se extinga la luz que dota de perspectiva a esa, la realidad que no estás dispuesto a alterar.  Conformidad que otorga segundos de dicha a cambio de una eternidad en la nada, ni en el bien ni en el mal sino en un estado de perpetua pasividad.


Agosto 21, 2013.